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El fantasma (el que trae imágenes)


Boceto de maquinaria para mapeo inacabado
Maquinaria escondida. Caja musical, Arte Mediático. 2016


Cuando ya no es más abril, sino mayo, descubro que presagié la oscuridad del hall de la Escuela antes que montaran la cámara oscura. Caja negra. Ahora que el Edificio se está demoliendo, hora de la ruina. Las naves de Arquitortura, desgajándose ante la incisión precisa y mecánica de un brazo como de ángel. Las alas. Las perforan. Y caen escombros de lo que fue en principio, por una sola vez, y ya, nunca más. Ya no mas saludos ni relojes extraviados. La caja negra de en frente lo registra todo desde su atisbadero. Es un testigo agorero y prejuicioso. Una caja negra es todo lo que llevamos, y lo que carga, la posteridad. El pasado es más diáfano. Es como la luz que entra por ese hueco. Así sea esa luz de pizarra de la Bogotá de los truenos, y los sueños que despierta todavía la plazoleta Lenin. El polvo se levanta, en jaurías mudas. Todo lo que hay son presagios. Desde el final de los tiempos hacia el ahora utópico, y más allá, al fondo y a la izquierda. O al centro. Ya se cayó el techo. Así no se puede soñar más. Tiene que haber uno, siempre, así sea invisible, o nombrado cuando apenas relumbran constelaciones y vibraciones de ramas sobre nuestras cabezas. El techo, el cielo. El techo, la cabeza. Mi techo, techado, tachado, tachonado de estrellas, o de imágenes de ellas. Como esos para decorar, que vienen en cajas. Las cajas, los cielos. Santos, santísimos cielos. Resquebrajándose en el sonido que fabricamos al despegar los párpados; y el color que prefabrican los jugos de los trinos y estruendos mañaneros. Cuando todo está dormido, un susurro hace temblar los cielos. Los suelos no, por fortuna. Todo está despierto en ellos; tal vez cuando se duermen...


G

Gigantes. Jugos escurriendo. La caja del tiempo. Siempre pensé que todo eran telas que se sacudían y extendían, de distintas maneras, para distintos propósitos; en la disposición está el misterio, y el uso. Una sábana no tendida como se acostumbra, sino colgada en un tendedero, en medio de una pradera seca, se vuelve un portal a otras dimensiones cuando el momento lo dicta: Y el hombre de bigotes, lánguido y escuálido, absorto, la evalúa. En un momento es carne colgada, la sábana se desvanece en medio de la psicodelia de esa planicie quemada. Hay un espacio que se nos atraviesa, siempre. Y el lugar es siempre ese. Nunca pudo entrar o salir de ahí, al menos no como lo recuerdo; talvez me lo imagino, tal vez. Pero no he podido imaginar más allá. Siempre están frente a frente, y lo único que parece moverse es ese algo de espejo que tienen las ondulaciones de color en la carne/sábana, mientras el aire es tan seco y tan quieto como ese tiempo, suspendido; y quizá no, sino sólo en mi memoria. Como me lo imagino. El color onduleante es el curso a seguir. Pero el hombre aquel sólo lo mira. Hay una pintura en todo esto. Y una irritación. Hay cicatrices en el tiempo, y los jugos fluyen, inevitablemente copiando el curso de los surcos (¿o haciéndolos?).


Se supone que éstos serían cuentos, pero no veo cómo podemos llegar allí. Y tampoco queremos. Si al menos existiera, una indicación... Todo son rastros. De recogimientos. Quietudes apabullantes. No pueden ser cuentos. Hay algo más, que niegan las palabras. Todo esto es apenas el nombre. En lo que no diga todo el gran titular de la fecha, en lo que ves antes de llegar siquiera, lo que presumes antes de abrir, lo que espera... Tal vez ahí te duermas. Y entonces habré tenido éxito en contarte.


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